Campaña de Alfabetización: La épica del saber (+audio)
Aquel 1961 no fue simplemente un año en el calendario cubano; fue el instante en que una isla entera decidió encender una hoguera contra la sombra del olvido. La Campaña Nacional de Alfabetización no se diseñó en la frialdad de los despachos, sino en el latido de un pueblo que comprendió que la verdadera soberanía comienza por la punta de un lápiz.
En apenas doce meses, la mayor de las Antillas se convirtió en un inmenso aula sin paredes, donde el derecho a la palabra dejó de ser un privilegio de pocos para transformarse en el patrimonio de todos, marcando un antes y un después en la biografía espiritual de la nación.
La movilización fue un fenómeno casi místico: una juventud que, desafiando la lógica de la comodidad, cambió los libros de texto por el morral y la cartilla.
Más de cien mil adolescentes, integrantes de las Brigadas Conrado Benítez, partieron hacia las serranías y los llanos armados solo con faroles de kerosene.
Fue un encuentro de dos mundos: el joven urbano, con sus manos finas, y el campesino, con la piel curtida por el sol y el surco. En esa simbiosis, el estudiante enseñó las vocales, mientras el labriego le impartía lecciones magistrales sobre la vida, el sacrificio y la dignidad de la tierra.
El clímax de esta proeza se vivió aquel 22 de diciembre de 1961, cuando una marea de maestros y brigadistas inundó la Plaza de la Revolución con sus lápices en alto, como si fueran espadas de luz.
Fue el día en que se proclamó al mundo, con un estremecimiento que todavía resuena en las crónicas históricas, que Cuba era el primer Territorio Libre de Analfabetismo en América Latina.
Esa fecha no fue un cierre, sino un bautismo de fuego para el magisterio cubano; desde entonces, cada 22 de diciembre no solo celebramos una efeméride, sino la victoria definitiva de la inteligencia sobre la ignorancia.
Desde la mirada del historiador, la Campaña fue el cimiento de todo lo que vino después: el pilar de un capital humano que asombraría al mundo en la ciencia, la medicina y las artes.
Alfabetizar no fue solo un acto técnico de lectoescritura, sino una operación de rescate humano. Se trataba de devolverle el nombre a quienes solo tenían un rastro de ceniza en lugar de firma, y de cumplir la máxima martiana de que «ser culto es el único modo de ser libre».
La educación se erigió, así, en la columna vertebral de la justicia social, un contrato inquebrantable entre el Estado y su ciudadanía.
Hoy, el Día del Educador trasciende el simple homenaje protocolar para convertirse en un acto de resistencia cultural. El maestro cubano, heredero de aquel ímpetu de 1961, sigue siendo el arquitecto de la conciencia nacional, un artesano que moldea el futuro en medio de las carencias más agudas.
Es en el aula donde se libra, cada mañana, la batalla más importante de cualquier sociedad: la de la formación de un pensamiento crítico y humanista.
Celebrar al educador es, en última instancia, celebrar la fe en la capacidad de transformación del ser humano a través del conocimiento compartido. Mirar hacia atrás, sesenta y cuatro años después, nos permite comprender que la Campaña de Alfabetización fue el poema más hermoso escrito por el pueblo cubano.
Su legado no es una pieza de museo, sino una antorcha que sigue pasando de mano en mano cada vez que un maestro entra a su salón de clases.
En un mundo que a menudo privilegia el tener sobre el saber, recordar aquel diciembre de 1961 es reafirmar que la educación es la única brújula capaz de guiarnos hacia un horizonte de verdadera libertad y plenitud humana.
