
Como heredero de una vieja estirpe que durante más de 80 años ha velado por el abasto de agua a la ciudad de Matanzas, este veterano operario no ha logrado desprenderse de ese lugar signado por la profusión de aguas subterráneas que alimentan el sistema de Bello, a unos 15 kilómetros de la ciudad.

Desde el siglo XIX comenzó a extraerse agua desde el viejo acueducto construido por la metrópolis española.
A un costado del hogar de Hugo aún permanecen vestigios de aquella construcción que dotó del vital líquido a la urbe valiéndose de la fuerza de gravedad.

Por allá por los años 40 del pasado siglo llegaría su abuelo. Tiempo después su padre le sucedería en la importante labor de velar por la distribución a través de una conductora de 15 pulgadas, de todavía se deja ver siguiendo el cauce del río Caña.
En algún punto la corriente se une con el San Agustín, ambos afluentes del San Juan.
Hugo no le teme a la soledad que reina en ese espacio donde se aprecian centenarios robles que crecieron a su antojo en unos suelos húmedos y fértiles.

De esa tierra con un rico manto freático el operario logra extraer alimentos como la malanga y la yuca, a lo que se suma un platanal casi silvestre que crece a un costado de su casa.
Aunque desde niño creció observando las operaciones del acueducto hace unos 40 años trabaja para la Empresa de Acueducto y Alcantarillado como operario.
Los pozos de Bello alimentan los barrios de Versalles y la zona industrial, y a diferencia de otros sistemas allí los motores se caracterizan por la estabilidad y los bajos índices de roturas.
Por eso los animales se azoran ante la presencia inusual de brigadas de montaje de la UEB Electromecánica, como ha sucedido en días recientes tras la rotura del equipo # 1.

Allí reina el silencio y la quietud de tal manera que ni las chicharras se entusiasman a desatar ese bullicio ensordecedor que tanto abundan en estos parajes tan apartados.
Si se aguza bien los sentidos, se logrará escuchar la corriente del río Caña corriendo sobre los rápidos.
Justo el recodo pasa a unos 20 metros de su casa, pero más de una vez ha mostrado su furia ante imponentes crecidas.
Hugo recuerda que hace algunos años el vendaval fue tan fuerte que se vio obligado a refugiarse en la placa de su hogar.
El resto del tiempo el río Caña parece inofensivo. En algunos puntos de su recorrido logra verdaderos cristales de agua con paisajes hermosos, muchas veces ocultos a la vista humana.
Ante la distancia que separan los manantiales de la ciudad, pocos matanceros han tenido la dicha de apreciar semejante belleza natural, aunque por más de dos siglos ha saciado la sed de los habitantes de la comarca yumurina.
A Hugo la soledad más absoluta no le amilana. Incluso pasan las semanas y el apenas sale de esa especie de retiro espiritual. Llega a disfrutarla, dice.
A él llegan sonidos imperceptibles para el oído citadino como la rama que cruje en un árbol, el golpeteo del agua sobre las piedras a metros de distancia, o las gallinas escarbando en la tierra. Esa sinfonía diaria compone su existencia, donde apenas interviene el ruido, que por estos días agrede el entorno tras la presencia de los equipos pesados laborando en el lugar.
Luego llegará la calma y la musicalidad del monte, y el agua que emana desde las entrañas de la tierra para recorrer la larga distancia hasta la ciudad.
Allí, apartado de todo, en la soledad más absoluta permanecerá Hugo Pérez, siempre velando porque la distribución de agua llegué a la ciudad, como lo hizo su abuelo, faena que heredó de su padre.
- Texto y fotos: Arnaldo Mirabal Hernández