19 de abril de 2024

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27 de noviembre de 1871: la luz de un día sombrío

Hoy, en un nuevo aniversario de un hecho que involucró a la promesa de la vida, la pureza de los valores y la inocencia, los pinos nuevos y el pueblo se ratifican patriotas en el recuerdo agradecido y en el combate contra lo injusto.
27/XI/1871
Foto: Archivo

El 27 de noviembre de 1871 el colonialismo español consumó en La Habana uno de sus crímenes más salvajes en suelo cubano: el fusilamiento de ocho estudiantes de primer año de Medicina, totalmente inocentes, sacrificados más que nada en escarmiento a los hijos de esta tierra de combatientes por la libertad desde 1868.

Convertida la fecha en uno de los días más tristes y al mismo tiempo clamorosos de la historia, los compatriotas de aquellos jóvenes han sabido encontrar hoy, si se quiere, el resplandor de aquel hecho tan doloroso y sombrío.

No es un contrasentido. Lo ven solo los que saben valorar la valentía, firmeza y honradez conque muchas personas con decoro enfrentaron al crimen y al odio imperantes; y quienes vieron a la infamia cometida como atizador de la decisión de un pueblo de vencer o morir por su libertad.

Los compatriotas casi niños vuelven a la memoria de Cuba y en especial de los más bisoños, con la fuerza restañadora del homenaje y del clamor por su inocencia, algo que todavía tiene sentido aunque no lo parezca.

José Martí y su amigo del alma Fermín Valdés Domínguez eran contemporáneos de los asesinados e incluso el último fue uno de los estudiantes juzgados en el sumarísimo proceso del cual, con suerte casi providencial, saliera solo con la pena de cárcel.

Ese crimen abominable, para muchos el más perverso del colonialismo, respondía al incremento de la represión y el odio de un sistema carcomido seriamente por la pérdida de la mayor parte de sus vasallos en América, retado por los cubanos.

Contaba con el respaldo de una fuerza siniestra, el famoso cuerpo represivo llamado Voluntarios de La Habana, formado por peninsulares y criollos apóstatas, extremadamente violentos y reaccionarios, por supuesto, servidores del gobierno español.ç

Ellos fueron el instrumento más visible de la trama y la ejecución del salvaje escarmiento a los cubanos en plan de rebeldía.

Tener conciencia de eso es lo más racional, pues los hechos indican que en ningún momento los desaforados Voluntarios se les fueron de las manos a los gobernantes hispanos y los pusieron contra la pared, a fin de conseguir saciar su sed de sangre.

Desafueros de más o de menos, su accionar respondía con fidelidad muy probada al engranaje armado por las autoridades para castigar a la llamada infidencia de los criollos. Su total libertad para sembrar el terror y cometer fechorías con impunidad desde 1855 hasta 1898, documentada incluso, prueba este aserto.

No fue posible salvar a los jóvenes estudiantes en un medio y ambiente tan reaccionario y criminal al servicio del gobierno de la metrópoli.

Tras dos juicios de guerra sumarísimos los ocho alumnos de la  Universidad capitalina, fueron condenados a muerte y fusilados en la Explanada de la Punta -ubicada en Malecón y Prado-, bajo la acusación  de haber dañado el sepulcro del periodista y furibundo defensor de la causa peninsular, Gonzalo de Castañón.

Sus nombres eran Anacleto Bermúdez, Angel Laborde, José de Marcos, Juan Pascual Rodríguez, Alonso Álvarez de la Campa, Carlos de la Torre, Eladio González y Carlos Verdugo. Algo aún más terrible e inaudito ocurrió con los tres últimos, incluidos por sorteo en la sentencia.

Con ello aplacaron a las hienas o Voluntarios de La Habana, quienes en nombre de su ídolo Castañón, sobrepasaron todos los límites.

Castañón, cuya memoria nunca fue vejada por los estudiantes, en cambio no merecía ni un buen recuerdo, pues según la valoración fundada de José Martí  y de muchos coetáneos era un “hombre de odio”, asesinado por rencillas personales en Estados Unidos y luego sepultado en La Habana.

Los represores halaron por los cabellos e inflaron el suceso inocente en que tomó parte un grupo de estudiantes en la tarde del viernes 24 de noviembre de 1871.

Ganados por la impaciencia juvenil ante la tardanza de su profesor de Anatomía, algunos chicos del primer curso de Medicina de la Universidad de La Habana, decidieron salir del Anfiteatro, en tanto otros cruzaron al cercano Cementerio de Espada, ubicado en la calle San Lázaro.

Unos vagaban por los patios, mientras otros, divertidos, jugaban con el carro que transportaba los cadáveres desde el camposanto hasta la sala de disección docente. Uno arrancó una flor de una ofrenda depositada en un recipiente.

Convengamos en que había inmadurez e irrespeto por las normas en un sitio tan solemne, pero ¿eran criminales o infidentes por eso?

La algazara inapropiada causó el enojo del vigilante, a quien preocupaba sobre todo la integridad de los jardines y sembrados. Esto lo llevó, sin embargo, a una acción vil y extrema: acusarlos ante el gobernador político de haber arañado el cristal de la tumba de Gonzalo de Castañón.

Veloz como un rayo el gobernador ordenó el apresamiento de los jóvenes, que en un principio fueron los 46 estudiantes que esperaban al profesor ausente.

La primera vista del Consejo, con imputaciones falsas se impusieron penas severas, pero no se llegó al dictamen de muerte.

Durante esa parte inicial del proceso, descolló la actuación del abogado defensor, el digno oficial del ejército español Federico Capdevila, quien echó rodilla en tierra por el pundonor y la lealtad al oficio.

Pero entonces entró en acción la barbarie, pues los Voluntarios de La Habana no aceptaron el veredicto y se amotinaron con gran violencia, amenazando con revueltas, frente al edificio donde se había celebrado la primera vista.

Rápidamente tuvo que efectuarse un segundo proceso, destinado a complacer a los odiadores y sicarios, que impuso la pena capital para los jóvenes citados. Once fueron condenados a seis años de prisión, 20 a cuatro y cuatro a seis meses.

Es bueno recordar, cuando se habla de este triste suceso, que uno de los encarcelados, Fermín Valdés Domínguez, pudo terminar la carrera en España tras cumplir la sentencia, y regresar a la Isla para ejercer con entrega su profesión y ser combatiente por la libertad.

En la tierra amada no descansó hasta encontrar el sepulcro prohibido y desconocido de sus compañeros, una fosa común fuera del cementerio, inclusive vedada a sus familiares. Lo halló tras una búsqueda larga, riesgosa y abnegada.

Siendo muy jóvenes José Martí y Fermín Valdés Domínguez denunciaron con coraje el crimen horrendo y el inhumano presidio político en Cuba, apenas al llegar a su exilio en la metrópoli, mientras estudiaban carreras diferentes en la Universidad de Zaragoza.

Hoy, en un nuevo aniversario de un hecho que involucró a la promesa de la vida, la pureza de los valores y la inocencia, los pinos nuevos y el pueblo se ratifican patriotas en el recuerdo agradecido y en el combate contra lo injusto.

  • Marta Gómez Ferrals, ACN

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