19 de abril de 2024

Radio 26 – Matanzas, Cuba

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Lobo entre los lobos

Antes de cumplir su primer año de vida se libró de la soga, del veneno y de la enfermedad. Lobo, o Lobito para sus amigos, lleva la marca de los sobrevivientes. Por cada trampa que para él colocaron los demonios hubo un ángel que lo sacó volando del peligro casi en el último segundo
Lobito.

Lobito fue salvado por la veterinaria Yuya Abreu, que brinda sus servicios de manera gratuita cuando se trata de un animal callejero. Foto: Roberto Jesús Hernández.

Lobito
Lobito, un animal afectuoso a pesar de haber sufrido maltrato en el pasado, todavía se encuentra a la espera de una adopción responsable. Foto: Roberto Jesús Hernández.

Antes de cumplir su primer año de vida se libró de la soga, del veneno y de la enfermedad. Lobo, o Lobito para sus amigos, lleva la marca de los sobrevivientes. Por cada trampa que para él colocaron los demonios hubo un ángel que lo sacó volando del peligro casi en el último segundo.

Felpudo y sonriente, pero con una tonelada de actitud, trota libre entre los bares restaurantes del paseo de Narváez, en la cubana ciudad de Matanzas, sobre los adoquines salpicados de flores de majagua, junto a la verde corriente del río San Juan por la que transitan los botes de pesca, los kayaks deportivos y, de vez en cuando, una familia de manatíes.

Es difícil imaginar que alguna vez perteneció a otro sitio cuando lo ves a la luz dorada del amanecer, exigiendo cariños mientras con el hocico roza las rodillas de los muchachos que esperan la hora de entrar a clases, o siguiendo a ras del suelo la pista de algún aroma interesante entre las hojas húmedas de rocío y la basura de la fiesta de la noche anterior.

Narváez, igual que toda la ciudad, está llena de callejeros como él. De vez en cuando alguno, con los ojos más tristes del mundo, se cuela sin querer en la selfie de una influencer que posa seductora para presumir en Instagram lo que viste o lo que come. Cuando esto ocurre hay que borrar la foto que salió mal y tirar otra, así de simple.

Al final es lo que casi todo el mundo hace cuando en su camino se cruza un perro sin dueño, desaliñado, enfermo y sucio. La gente trata de pensar en otra cosa, aprieta el paso, sube el volumen de la música que se reproduce en sus audífonos, retoma el hilo de la conversación, finge que el problema desaparece cuando se mira fijamente hacia otra parte. Pero no los voluntarios de la Red de Bienestar Animal Esperanza Atenas. Ellos no pueden o no quieren apagar la empatía como quien pulsa un botón en la cabeza. Ellos se ocupan.

Lobito
En el paseo de Narváez, en el Centro Histórico de Matanzas, se reintrodujeron varios perros salvados por los voluntarios de la Red de Bienestar Animal Esperanza Atenas, una de las existentes en la ciudad. Foto: Roberto Jesús Hernández.

Por eso, aquel 5 de octubre de 2022 la voluntaria Dahli, una joven cajera que caminaba rumbo a su trabajo, ni volteó el rostro ni siguió de largo cuando encontró a un perro moribundo en los brazos de una muchacha que rompía con su llanto la paz de la Plaza de la Vigía.

Porque entonces Lobito no era Lobito aún, sino un animal sin nombre, otra víctima anónima de la violencia que se multiplica como la mala hierba si no se le arranca de raíz. Alguien, no se sabe quién, le había amarrado una soga al cuello, que fue apretando con la fuerza de una serpiente y abriendo un surco de dolor en la carne. Aquel día de octubre al cachorro se le escapaba la vida segundo a segundo, empapando de rojo las telas con que lo envolvieron. Una oreja le colgaba en un ángulo raro, casi arrancada. Hubo que moverse rápido porque estaba a punto de romperse el hilo que lo sujetaba a este mundo.

Lo salvó «Yuya» Abreu, la veterinaria que siempre responde «tráemelo» a quien le pide auxilio del otro lado de la línea telefónica aunque sea de madrugada, la que nunca cobra un centavo por atender a los callejeros, y hasta paga con dinero de su bolsillo los medicamentos. Muy a menudo en sus manos está la única esperanza de quienes son tan pobres que solo tienen su propia vida, esa posesión tan íntima, tan intransferible, que algunos tratan de arrebatarles. ¿A cuántos habrá salvado? No se sabe. La cifra aumenta constantemente.

Hay una foto que lo dice todo. Después de la operación, Lobito está tendido de costado dentro de una caja de cartón en la esquina de un cuarto. Se le nota en el cuello un costurón enorme que recuerda bastante al monstruo de Frankenstein. Lo más desolador son sus ojos, muy abiertos, fijos, como petrificados luego de mirarle la cara a Medusa. Pero en un video que filmaron poco después, aunque todavía luce débil y adolorido, se nota un cambio importantísimo: cuando le hablan mueve la cola, con timidez al principio, pero un poco más fuerte cada vez. Que un perro mueva la cola cuando le hablas es una señal inequívoca de que algo va bien, como un bebé que ríe o un futbolista que celebra un gol.

Lobito nació de nuevo, pero aquellos días de terror le dejaron un trauma, un miedo enfermizo a los guantes y las agujas. Por irónico que suene, el simple hecho de reconocer el olor de «Yuya», la veterinaria que consiguió coserle el alma al cuerpo para que no se le escapase volando, hoy le hace mostrar los dientes a la defensiva y lo pone a temblar como si tuviera fiebre de 40.

Cuando cerró la herida, por lo menos la que podía notarse a simple vista, sus rescatadores trataron de buscarle un nuevo hogar con la compañía de humanos pacientes y amorosos.  Siempre que le das un callejero a un nuevo dueño esperas lo mejor, como quien tira los dados o cruza los dedos…, pero no siempre lo mejor sucede. Es un acto de fe. Se siente un poco como cederle la custodia de tu hijo a un desconocido. Muchos suelen volver, desechados de nuevo, igual que si fueran productos con defectos de fábrica. Es duro verlos otra vez en el punto en que empezaron, como si un imán invisible los atrajera a la casilla de salida.

Después de un par de adopciones fallidas Lobito se quedó varado en Narváez, en el Centro Histórico, donde recalan tantos otros perros sin hogar atendidos por los animalistas. Tienen nombres surgidos de la espontaneidad: Pocholo, La Negra, La Rubia, El Rubio, la novia de El Rubio… Los voluntarios hacen magia para multiplicar los escasos fondos y recursos que logran reunir gracias a donaciones, alimentan como pueden a sus numerosos perros y gatos protegidos, cuidan de ellos si se enferman, los defienden de los violentos y de los insensibles, organizan campañas de esterilización y ferias de adopciones responsables. Se queda corto el pan habiendo tantas bocas.

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Lobito
Decreto-Ley de Bienestar Animal un año después:  Mucho queda por hacer.   Cubadebate

Lobito es un personaje. Se le ha visto correr eufórico detrás de las motorinas y las bicicletas, alardear de todo su carisma para que los clientes de los restaurantes le den algún bocado -y funciona-, hacer gritar a las muchachas en tacones altos después de lamerles por sorpresa los tobillos y montar apasionadamente la pierna del fotógrafo que trataba de captar su mejor ángulo.

Si te cruzas con él, pero tienes prisa más te vale no mirarlo, porque si lo haces puede que se acerque, y si se acerca te olerá, y si te huele a lo mejor le gustas, y si le gustas tendrás que olvidarte de todos tus planes durante varias horas para ser su juguete. Entonces te dejará rascarle detrás de las orejas pero nunca en el cuello, porque ahí tiene el recuerdo de la herida. Y si tienes suerte se pondrá boca arriba y tendrás que acariciarle la panza y hablarle como se le habla a los niños pequeños que comprenden la ternura aunque no conozcan las palabras.

Lobito se cree el rey de La Gruta del San Juan, un espacio que combina un restaurante con una sala de proyecciones de audiovisuales en 3D sobre la naturaleza. Él no lo sabe, pero detrás de su aparente desenfado hay mucha gente apuntalándole la vida: Cindy, la coordinadora de la Red, móvil en mano y siempre atenta a peticiones de auxilio, o reportes de maltrato y abandono; Lilian, otra voluntaria que trabaja en Narváez y se desvive por los callejeros; Roly, el muchacho que alimenta a Lobito todos los días. Todos ellos son parte de un equipo de guardaespaldas que no tiene derecho a vacaciones.

¡Mátenlo! ¡Enciérrenlo! Cada vez que el odio dicta sentencia algo se rompe en los corazones de quienes procuran darle a Lobito una oportunidad. A cierta clase de clientes les choca que un perro se pasee libremente por los bares. Otros han malinterpretado sus juegos bruscos de cachorro. Quienes se le han acercado con malas intenciones han descubierto en él su lado más violento. Una vez, no hace mucho, trataron de envenenarlo, lo que se supo por los síntomas. Eso fue antes de que enfermara de moquillo en un brote que se extendió a un gran número de perros de la calle. La verdad es que Lobito casi ha muerto varias veces.

No es nada fácil para un perro vivir en un mundo de lobos que caminan sobre dos piernas, que matan por maldad, y no por hambre como sus congéneres de cuatro patas. Esos lobos de ciudad son los peores, capaces de los actos más crueles, incluso contra los de su misma especie. A ojos de esos depredadores, todo aquel que muestre algún síntoma de debilidad se convierte automáticamente en una víctima, en una presa, en una oveja.

Algunos perros abusados, si sobreviven, pasan el resto de sus días como zombies. Se mueven, comen, olfatean, e incluso duermen en piloto automático. El maltrato los aísla en un capullo del que no salen nunca más. Por eso es tan sorprendente que Lobito conserve casi intacta su alegría, sus ganas de jugar, su necesidad de amor y compañía humana. Se trata de un sentimiento antiguo, grabado en el ADN de los perros desde que sus antepasados se acercaron por primera vez a las hogueras encendidas por la gente, en busca de calor y alimento, miles de años atrás.

Si te dejaran roto, ¿cuánto tiempo tardarías en juntar todos los pedazos y colocarlos otra vez en su sitio, en bajar las defensas para volver a confiar y a reír, en ponerte boca arriba para que te acaricien la panza?

Quienes se acercan a Lobito lo tocan, le toman fotos, juegan un rato con él y luego siguen adelante con sus vidas, con sus planes. Pero él permanece en el mismo sitio, esperando, atento, disponible, siempre en peligro, siempre salvado por un pelo, anclado a una calle con cierto aire artificial que cada vez se asemeja más a un set de filmación donde hasta las tórtolas podrían ser de utilería. Mientras tanto, sus protectores no pierden la esperanza: tiene que haber por ahí un humano que merezca el amor incondicional y eterno de este perro.

Lobito
Los callejeros a menudo reciben caricias y alimento de personas sensibles, pero también se encuentran expuestos a varios peligros. Foto: Roberto Jesús Hernández.
Lobito.
La intervención oportuna de los voluntarios animalistas salvó a Lobito de una muerte segura. Foto: cortesía Red de Bienestar Animal Esperanza Atenas.
Aunque fue uno entre muchos, su caso de maltrato alcanzó repercusión gracias a las redes sociales, donde varios usuarios han compartido fotos abogando por una adopción responsable para esta mascota. Foto: cortesía Red de Bienestar Animal Esperanza Atenas.
Lobito
El temperamento juguetón de Lobito divide a quienes frecuentan los establecimientos recreativos de la calle Narváez, aunque la mayoría parece aceptarlo con naturalidad. Foto: cortesía Yadaina Ramos Alonso.

 

Lobito ha encontrado una cálida acogida en La Gruta del San Juan, un espacio de la Fundación Antonio Núñez Jiménez de la Naturaleza y el Hombre (FANJ). La paciente labor de los voluntarios da sus frutos, al sensibilizar al personal de los bares y a los clientes con respecto a la protección de los animales callejeros. Foto: cortesía Red de Bienestar Animal Esperanza Atenas.
Lobito
Además de los rescates de mascotas en peligro, varios grupos a favor del bienestar animal en Matanzas realizan una labor educativa para sensibilizar a las personas y evitar los abandonos; también organizan campañas de esterilización y adopciones responsables. Foto: cortesía Red de Bienestar Animal Esperanza Atenas.
Lobito.
Lobito fue salvado por la veterinaria «Yuya» Abreu, que brinda sus servicios de manera gratuita cuando se trata de un animal callejero. Foto: Roberto Jesús Hernández.

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