Lidia Doce: entre el llano y la montaña
Entre calles vigiladas, hogares con cortinas corridas y voces que aprendieron a callar, Lidia Esther Doce Sánchez avanzaba sin estridencias, pero con la firmeza de quien se sabe artífice de la insurgencia.
Mujer de convicciones revolucionarias, militante orgullosa del Movimiento 26 de Julio y arquitecta silenciosa de la insurrección urbana, devino luz allí donde la clandestinidad exigía no solo coraje, sino también inteligencia táctica y una moral inquebrantable.
Nacida el 27 de agosto de 1916 en la otrora provincia de Oriente, Lidia creció entre afectos sencillos y una rebeldía que no admitía moldes. Su educación formal fue breve, pero su formación emocional y ética fue profunda. En San Germán, donde se estableció tras casarse, la madurez la encontró lista para asumir el desafío político que la época exigía. Cuando su hijo se sumó a la lucha guerrillera, no dudó: la causa ya habitaba en ella desde antes.
En San Pablo de Yao, el Che Guevara la reconoció como una militante ejemplar. Transportó medicinas, ejemplares del periódico guerrillero El Cubano Libre y todo aquello que se le ordenase. Fue jefa de campamento, enlace entre columnas y mensajera entre el llano y la montaña. Su audacia desafiaba prejuicios, y su liderazgo, sereno y firme, incomodaba a quienes no concebían a una mujer al mando. Pero Lidia no buscaba validación: cumplía con rigor, con convicción, con ternura.
En septiembre de 1958, mientras cumplía una misión en La Habana junto a Clodomira Acosta, fue capturada tras una delación. Lo que siguió fue una de las más cruentas muestras de la represión batistiana. Pero a pesar de la secuencia de torturas brutales, traslados entre estaciones policiales y una ejecución encubierta en el mar, ninguna de las dos reveló información. Ninguna cedió. Ambas fueron asesinadas y desaparecidas sin haber pronunciado una sola palabra que traicionara la causa.
Pero la historia no ha cedido al olvido, y Lidia pervive como lo que fue: una mujer firme, valiente y paradigmática, cuya entrega no se mide por discursos ni por monumentos, sino por la dignidad con que sostuvo la causa hasta el último aliento. Su nombre, aunque sus restos fueron desaparecidos en el mar, resiste como emblema de una ética insurreccional que no pidió permiso ni buscó aplausos.
Entre calles vigiladas, hogares con cortinas corridas y voces que aprendieron a callar, Lidia no se rindió. Y en ese gesto, sin alarde, sin estruendo, dejó una huella que aún hoy estremece a la injusticia y abraza al porvenir que ella ayudó a sembrar. Porque hay cuerpos que no aparecen en la foto, pero sostienen el encuadre. Y hay nombres, como el suyo, que no necesitan lápidas para permanecer.