4 de noviembre de 2025

Radio 26 – Matanzas, Cuba

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Álvaro Reynoso: el alquimista de la tierra cubana

Reynoso no fue un científico de gabinete. Su vocación lo llevó a recorrer cafetales, cañaverales y laboratorios, siempre con la mirada puesta en la transformación estructural del agro cubano.
En el crisol del siglo XIX, cuando la ciencia aún se debatía entre la intuición y el método, emergió en Cuba una figura que conjugó ambos polos con singular maestría: Álvaro Reynoso Valdés.
Nacido el 4 de noviembre de 1829 en Alquízar, este sabio cubano se convirtió en el arquitecto de la agricultura científica nacional, un título que no le fue conferido por decreto, sino por la contundencia de su obra y la profundidad de su pensamiento.
Su formación en París, bajo la égida de luminarias europeas, le permitió absorber las corrientes más avanzadas de la química fisiológica y la agroquímica, que luego transplantó con rigor y pasión al suelo antillano.
Reynoso no fue un científico de gabinete. Su vocación lo llevó a recorrer cafetales, cañaverales y laboratorios, siempre con la mirada puesta en la transformación estructural del agro cubano.
En 1859, al asumir la dirección del Instituto de Investigaciones Químicas de La Habana, convirtió aquella institución en una de las primeras estaciones agronómicas del mundo.
Desde allí, impulsó un sistema integral de cultivo de la caña de azúcar, basado en la selección varietal, el análisis químico del suelo, el uso de fertilizantes y la irrigación racional. Su propósito era claro: diversificar la agricultura y erosionar las bases económicas de la esclavitud.
Su obra cumbre, «Ensayo sobre el cultivo de la caña de azúcar«, no solo sistematizó conocimientos técnicos, sino que propuso una visión emancipadora del campo cubano.
En ella se entrelazan la ciencia y la política, el dato empírico y la aspiración reformista. Influido por pensadores como José Antonio Saco y el Conde de Pozos Dulces, Francisco de Frías, Reynoso entendía que la modernización agrícola debía ir de la mano de la justicia social. Por ello, sus propuestas fueron tan audaces como incómodas para los sectores conservadores, que veían en la esclavitud un pilar irrenunciable de la economía azucarera.
El alcance de sus investigaciones trascendió las fronteras insulares. Sus métodos fueron aplicados con éxito en Java, entonces colonia holandesa, y sus estudios sobre el equilibrio nutricional de las plantas, basados en las teorías de Liebig, marcaron un hito en la agroquímica tropical.
Incluso en Francia, donde residió por casi dos décadas, desarrolló innovaciones en la conservación de alimentos y la extracción de jugo de caña, aunque muchas de ellas no encontraron el respaldo necesario para su implementación industrial. Su genio, sin embargo, nunca se doblegó ante el fracaso.
A pesar de sus méritos, Reynoso enfrentó el desdén institucional y la competencia de ingenieros agrónomos formados en Europa, que lo relegaron por no ostentar títulos homologados.
En sus últimos años, sin apoyo estatal, improvisó un campo de experimentación en el traspatio de su casa en el barrio del Cerro, donde continuó investigando sobre cultivos como el café, el cacao y el tabaco. Desde allí, y a través de sus colaboraciones en el Diario de la Marina, mantuvo viva la llama de la divulgación científica, incluso cuando la pobreza y el olvido amenazaban con apagarla.
Álvaro Reynoso falleció el 11 de agosto de 1888 en suelo capitalino, sumido en la precariedad pero rodeado por la dignidad de su legado. Su vida fue una sinfonía de saberes, una cruzada por la ciencia útil y emancipadora.
Hoy, su nombre resuena como el de un precursor, un visionario que supo leer en la tierra cubana no solo sus nutrientes, sino sus posibilidades de redención. En tiempos donde la sostenibilidad y la soberanía alimentaria son urgencias globales, su pensamiento adquiere una vigencia luminosa.

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