La voz de una calle olvidada

Yo era una calle alegre. De esas que amanecen con el canto de los vendedores ambulantes y se duermen con el eco de los pasos de los vecinos que regresan a casa. Mi piel, de adoquines gastados, conocía el peso de los juegos infantiles, las ruedas de las bicicletas, los zapatos de domingo. Pero ahora… ahora me cuesta reconocerme.
Cada mañana despierto bajo un manto de bolsas rotas, restos de comida, colchones viejos y botellas que ya no brindan. La brisa que antes traía aromas de café y pan recién hecho, hoy arrastra el hedor de lo que nadie quiso guardar. Me han convertido en un basurero sin nombre, en un vertedero improvisado donde la dignidad se descompone junto con los desperdicios.
He visto cómo los niños esquivan los charcos de lixiviados como si fueran minas. Cómo los ancianos caminan con la mirada baja, no por vergüenza propia, sino por la ajena. Y he escuchado las quejas, sí, muchas. Pero también he sentido la indiferencia, esa que pesa más que cualquier bolsa de basura.
No culpo solo a quienes me ensucian. También me duelen los silencios, las promesas que no llegaron con los camiones de recogida, las campañas que se quedaron en papeles mojados. Me duele que me hayan olvidado, que ya nadie me mire como parte del barrio, sino como un estorbo más.
A veces sueño con volver a ser lo que fui: una calle viva, limpia, transitada con orgullo. Pero mientras tanto, aquí sigo, bajo el sol y la lluvia, cubierta de lo que otros desechan, esperando que alguien recuerde que incluso las calles tenemos memoria… y dignidad.