Nostalgias de un mochilero: Las Claritas
Y escribo imaginario porque más de una vez organizamos expediciones para salir en su búsqueda, pero nunca la encontramos. Aún así, en el fondo, todos teníamos la certeza de que existía, solo que como esos lugares míticos convertidos en leyenda, que aparecían siempre ante los ojos de pocos afortunados.
Los detalles con que lo describían nos obligaban a creer en su existencia. Se convirtió en una especie de sitio buscado hasta el cansancio. Como a ciertos conquistadores que soñaban con El Dorado, la idea del descubrimiento alimentaba nuestro anhelo de aventuras.
Nuestras ansias de riqueza consistían simplemente en toparnos con aquella finca sin dueño colmada de árboles frutales con las más grandes ciruelas campechanas, mangas blancas, tamarindos dulces, mamoncillos de esos de los que se deshacía su masa almibarada en la boca.
Siempre aparecía en el barrio quien aseguraba haber visto el lugar y lo describía de forma tan minuciosa que sus experiencias, de tan vívidas, parecían reales. Por ello planificamos más de un viaje hasta Las Claritas.
La mayoría de las veces aparecía un guía que afirmaba bajo juramento que sí había degustado tal fruta de sabor inigualable y hacia allí partíamos atravesando el gran farallón que nos adentraba en los predios de Tin, un pequeño agricultor dueño de un gran terreno donde pastaban sus vacas. En aquellos años me resultaba inentendible el hecho de que llamaran “pequeño agricultor” a alguien poseedor de semejante extensión de tierra.
La aventura comenzaba desde que atravesábamos aquel terreno agreste ocultándonos de Tin y sus perros. Al caminar aquellos terrenos cubiertos de maleza, pasábamos por una gran obertura en la tierra que siempre despertó en mí cierto temor, conocida como la Cueva del Champiñón. Tenía una estructura metálica y hasta una rondana para extraer los hongos. Contaban en mi barrio que era un proyecto que no corrió con mucha suerte, pero allí quedó todo el andamiaje de hierros oxidados e impresionaba un poco al aproximarse, ante la total oscuridad de su interior.
Para llegar a nuestro destino, teníamos que cruzar la carretera que comunicaba con las Cuevas de Bellamar y luego tomar por un pedraplén polvoriento con algunas casitas aisladas a cada lado del camino.
Al preguntar sobre el sitio a los campesinos a nuestro paso, nos señalaban un lugar impreciso. Mas, aquel puñado de adolescentes marchaban tan deseosos de hallar el reino de las delicias tropicales, que miraban el índice del guajiro como la brújula perfecta que conduciría hasta el sitio.
Luego de caminar muchas horas y sin encontrar la arboleda de frutales, finalmente nos contentábamos con la primera mata de mamoncillo o mango que hallábamos a orillas del camino. Casi siempre muy próxima a la casa de un guajiro malhumorado que espantaba a aquella turba de muchachos irrespetuosos que se trepaban en sus matas sin permiso. La víctima de nuestros inocentes desmanes no podía entrever que se trataba de un grupo de exploradores cansados de buscar el reino de las frutas, sin resultado alguno.
A pesar del infructuoso viaje, nos quedaban las aventuras para rememorar en el contén, desde la vaca que nos embistió, el guajiro que nos arreó montado en su caballo como si fuéramos un rebaño de terneros o cualquier otra escena que producía nuestra hilarante risa. Al regreso del recorrido siempre llegábamos al barrio con alguna fruta sustraída de los patios ajenos.
Fue así que mientras los mayores nos preguntaban si habíamos encontrado Las Claritas, hacíamos un movimiento ambiguo de cabeza, que no significaba un sí, pero tampoco un no, mientras seguíamos repasando cada hazaña de la jornada.
Los más pequeños se juntaban a escuchar nuestras aventuras. Con el paso de los años vimos cómo partían en busca de ese reino de las frutas del que nos escuchaban hablar, pero ahora caigo en la cuenta de que a lo mejor nunca existió…, o quizás sí…, pero como algunos lugares míticos, solo estaba reservado para ciertos ojos afortunados.