Félix Isasi: un mago que esconde la bola, no los sentimientos
Yo no lo vi jugar. No disfruté de la maestría de Isasi en el ambiente hechizado de un terreno de béisbol. Su imagen tampoco llegó a mí a través de la televisión; al menos, no durante su época de atleta activo. Solo mucho después he creído adivinarlo, fugaz, en pequeños fragmentos de quinescopios que, de tiempo en tiempo, transmite el canal de deportes para rememorar días gloriosos.
No lo vi jugar. Es cierto. Pero lo vi brillar en las pupilas de mi abuelo materno cuando me narraba —a mis cinco, seis, siete años— las hazañas de sus ídolos beisboleros.
Mi abuelo, pichón de gallego nacido en La Habana a inicios del siglo XX, plomero de excelencia, masón, lector ocasional de Pushkin, Chéjov, José Ingenieros y Hemingway, seguidor del club Almendares en la Liga Profesional y del equipo Industriales desde la mítica era de Ramón Carneado. Mi abuelo, hombre de pocas palabras, mucho trabajo y una presión arterial que se disparaba si el team de su preferencia perdía un juego de pelota, se apartaba en ocasiones de su naturaleza reservada —solía ocurrir en jornadas de triunfo—, y entonces, sin escatimar detalles, me regalaba historias acerca de la versatilidad elegante y sobrehumana de «el Inmortal», Martín Dihigo; de los fabulosos escones, con bases llenas y sin outs, lanzados por Raúl «la Guagua» López; del center field ingrávido donde Reinaldo «Mantecao» Linares atrapaba bolas imposibles. Sin embargo, aun en medio de esos arranques de locuacidad, sus comentarios sobre Isasi pecaban de una absoluta economía de recursos. «Ese es un bicho», decía.
Claro que, para él, «ser un bicho» significaba la cumbre de la genialidad, el non plus ultra de la inteligencia, la picardía, la concentración, el don mágico de ver lo que otros no pueden y conseguir el máximo resultado factible en cada situación de juego. Tan exclusiva era su categoría filosófica de «bicho» que, además de a Isasi, únicamente otorgó ese título nobiliario a otro pelotero: Rey Vicente Anglada.
Yo no vi jugar a Isasi, pero lo vi. Gracias a mi abuelo, a su pasión por el béisbol. Aquel nombramiento de «bicho» a secas resultaba solo el preámbulo tímido de lo que vendría, un golpe de efecto para incentivar mi curiosidad, el anticipo sobrio del verbo desatado de mi abuelo.
De sus labios añosos supe de Isasi convertido en uno de esos tres legendarios mosqueteros antillanos —junto a Wilfredo Sánchez y Rigoberto Rosique— que no tenían nada que envidiar a los personajes de Dumas. Tres espadachines de cuidado, de tacto, un one-two-three temible, no solo con el bate en la mano, eran letales en bases, corredores talentosos, veloces, desequilibrantes.
Escuchando sus relatos, admiré la estirpe fildeadora de Isasi, los pivoteos relampagueantes, la defensa de lujo alrededor de la segunda almohadilla: su hábitat natural y predio indiscutible por derecho de excelencia.
Y mi abuelo también me inició en el culto a la mayor «bichería» que pueda imaginarse en un juego de pelota, lograda, además, en un certamen internacional y ante un contendiente poderoso. «El muy bicho les escondió la bola a los americanos», decía mi abuelo y los dos soles pardos de su mirada encandilaban de emoción al niño que era yo.
Yo no lo vi, pero mi mundo infantil, empapado de Verne y de Salgari, construyó un templo de adoración con las palabras de mi abuelo. Y desde lo alto de ese templo fue como si lo viera. Y mejor. Viví la epifanía del momento. El estadio repleto, el público mudo, aún sin entender lo sucedido; los árbitros agrupados en la planicie arcillosa de la medialuna, hablando en voz baja, interrogando al colega más próximo a la jugada; los peloteros norteamericanos con sus impresionantes físicos de escaparate, sus bocas abiertas en demasía —huérfanas, de repente, de goma de mascar—, sus quijadas rozando los spikes y al final, una vez que el grupo de árbitros se abrió como figura de caleidoscopio y el chief umpire pronunció —cantó— lo que para unos fue sentencia de muerte y para otros, dulcísima frase: «¡Out!», y alzó el puño al cielo, sobrevino la algarabía, el acabose, un sincronismo gozoso entre la gente en las gradas y los peloteros cubanos en el terreno, que no cesaban de felicitarse unos a otros y —sobre todo, por supuesto, no faltaba más— de congratular al «bicho».
Yo no vi jugar a Isasi. No. Pero la vida me premió con un abuelo que sí pudo verlo, estuvo para contarme y, aun cuando partió temprano de este mundo, lo hizo con la enseñanza de la muerte. La suya, fue mi primera cita, cara a cara, con la certeza atroz de que «eso» no ocurre solo a otros, lejos, en un universo paralelo. Con él, viajó buena parte de mi infancia.
Y a pesar del ateísmo radical de mi abuelo, y del mío propio, me gusta pensar que su complicidad beisbolera influyó, desde el más allá, en mi encuentro fortuito, breve, dichoso, con su mosquetero predilecto, en el más acá.
Sucedió a mediados de la primera década de este siglo. No recuerdo el año exacto. Ni el mes. Mucho menos el día. Pero fue una mañana de otoño. Ese otoño precario y falso del Caribe, burocrático y simulador de temperaturas imposibles en nuestras latitudes, durante el cual las hojas de los árboles no caen ni mudan de color —en cualquier caso, no como deben; con perdón de los científicos Gunila y Santiaguito Feliú—, un otoño donde el último aliento del verano, despechado y vengativo, refuerza la canícula hasta límites irracionales.
Entonces, el Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Recreación (Inder) ponía a punto un sistema para depositar, en cuentas bancarias operadas mediante tarjetas magnéticas, estipendios a glorias del deporte cubano.
Yo trabajaba en un banco y, junto a una colega, visité el imponente domo de la Ciudad Deportiva, en La Habana, a fin de coordinar detalles técnicos sobre aquel sistema.
No hallamos a la jefa económica en su oficina, pero la secretaria nos aseguró que llegaría enseguida y nos invitó a esperarla. Solo había un diván —pequeño, de tres plazas, tapizado en vinil—, donde aguardaba un señor. Lo saludé con un gesto de cabeza y le pedí permiso para sentarnos a su lado.
La jefa económica —una rubia— no tardó más de cinco minutos. Al entrar, dio los buenos días y, dirigiéndose al señor, dijo:
—Venga conmigo, Isasi, por favor —y cerró la puerta de su oficina tras ella y el hombre.
Me quedé de una pieza. Cualquier ecuación donde convergieran el apellido Isasi y el Inder no podía tener muchas soluciones.
—¿Ese es Isasi, el pelotero? —pregunté a la secretaria— ¿Félix Isasi?
—Sí, ¿usted lo conoce?
—Claro.
Y, convertido en mi abuelo, hablé de los tres mosqueteros, de batazos oportunos, fildeos espectaculares y de la bola escondida a los americanos.
La voz de la rubia, pidiendo unos documentos a través del intercomunicador, sacudió a la secretaria, que tomó una carpeta del escritorio y fue a la oficina de su jefa. Pocos minutos después, se asomó a la puerta.
—Isasi quiere verlos —dijo.
Mi colega y yo, incrédulos, intercambiamos miradas.
—A ustedes, sí —insistió la secretaria—. Le conté que estaban hablando de él.
Isasi nos recibió sentado a una pequeña mesa de reuniones, frente a la jefa económica. Su emoción era evidente. Se levantó para estrecharnos las manos y, tras sentarse de nuevo, respiró profundo.
—Seguro que nunca han escuchado esto —dijo.
Y entonces, el tiempo retrocedió mientras aquel hombre describía un partido de béisbol de su juventud, durante la serie provincial de Matanzas, donde se enfrentaban el equipo de Jovellanos, patria chica de los cinco hermanos Sánchez, jugadores excelentes —entre ellos, Wilfredo, uno de los mosqueteros—, y el team de la ciudad de Matanzas, villa natal de Isasi.
A pesar del calor, asfixiante esa tarde, el público desbordaba las gradas. En el banco de Jovellanos, junto al colectivo técnico y a los peloteros que no eran titulares ese día, observaban el juego el Primer Secretario del Partido en la provincia, y el viejo Sánchez, patriarca de la fecunda familia beisbolera y guajiro de ley.
Inning tras inning, el juego avanzó. Reñido. Le tocaba batear a Jovellanos. Con las bases limpias, sin outs, se paró en el home Felipe, uno de los Sánchez, quien esperando pacientemente su bola, se metió en conteo. De pronto, le hizo swing a una recta ligeramente alta y la pelota, golpeada en pleno centro, se elevó en busca de las cercas del jardín derecho. Felipe, convencido de que la bola no se iría de jonrón, corrió fortísimo hacia la primera base y dobló a toda velocidad en dirección a la segunda, donde, aunque llegó sobrado de tiempo, se deslizó tan recio que estremeció la almohadilla y la movió algo de su sitio. Cuando se incorporó para sacudir el polvo de su uniforme, un rugido coral proveniente de las gradas convirtió el estadio en un manicomio. Los aficionados de Jovellanos saltaban, reían, chocaban manos y hacían chistes crueles a costa de los integrantes de la comisión de embullo de Matanzas.
Entonces, y solo entonces, entró en escena Isasi, que había mantenido un perfil bajo, rayano en lo invisible. Apareció de la nada, avanzando con desgano por la medialuna y negando con la cabeza como si no aceptase la realidad: la carrera inminente que, salvo un milagro, anotaría Felipe y que pondría en ventaja a Jovellanos. Llegó serio —quizá melancólico— junto al corredor rival, se inclinó hacia la arcilla y dijo:
—Hazme el favor, Felipe, levanta el pie un momento para arreglar la base.
Y contra todo pronóstico, Felipe, desde su altura, levantó el pie.
El guante de Isasi, ahíto, hinchado por la preñez clandestina de la pelota: venida —quién sabe cómo— desde el bochorno insufrible del jardín derecho hasta la vida muelle del cuero amansado con aceite de ricino. El guante del «bicho», atraído por la pierna levemente alzada de Felipe como por un imán, cedió a su destino e hizo contacto con la carne ajena.
Y el árbitro de segunda base, todo el tiempo atento a la jugada, atentísimo, pues conocía el paño, cantó el out, gesto y palabra que ensombrecieron a los parciales de Jovellanos como si fuese el último día de la humanidad, la extinción anunciada.
Una nube negra cubrió los ánimos, y la temperatura, en picada, burló escalas de termómetros y heló el estadio. Criaturas silentes, inmóviles, marionetas de escarcha, ocupaban las gradas, el terreno y los bancos de los equipos.
Un único ser humano mantuvo la sangre caliente: el horcón de los Sánchez. El venerable patriarca de la familia se puso en pie como un resorte, salió del banco de Jovellanos y desenvainó el machete que siempre llevaba a la cintura.
—¡Eso no es de hombre! —dijo, y añadió otra palabra, fuerte, rotunda, de más de nueve grados en la escala de Richter, mientras la hoja reluciente apuntaba a la segunda base.
Décadas más tarde, cierta mañana de otoño, en una de tantas oficinas bajo el majestuoso domo de la Ciudad Deportiva, Isasi concluía la anécdota como prueba irrefutable de que la sangre no había llegado al río.
—Yo escondí la bola unas cuantas veces —sonrió—. No solo a los americanos.
Y aunque deseé contarle sobre mi abuelo, hacerle mil preguntas, precisar detalles, no dije nada. Permanecí en silencio, pendiente del brillo húmedo en sus ojos.
—A veces, quienes deben estar al tanto de nosotros, no lo hacen —dijo—. Pero mi pueblo me quiere, sigue acordándose de mí. Y eso nadie me lo quita.
*Mención en el concurso de crónicas Enrique Núñez Rodríguez 2023