Hiroshima y Nagasaki: ecos de una catástrofe
Con sangre y cenizas escribió la historia el agosto de 1945, cuando la paz sucumbía ante un terrorismo incesante, y las almas temblaban ante la ferocidad y el horror. Japón, emergente en poderío económico y militar, se topó con un imperio en ascenso, Estados Unidos, y la tensión dio paso a la tragedia.
La ira norteamericana, encendida tras el ataque que los nipones perpetraran a las instalaciones de Pearl Harbor, Hawaii y Las Filipinas en 1941, desató el Proyecto Manhattan, una carrera a contrarreloj para forjar un arma jamás vista: la bomba atómica. Dirigida por el físico Robert Oppenheimer, la bautizada como Trinity se convirtió en el eje de una estrategia letal contra la isla del sol naciente.
El entonces nuevo presidente estadounidense, Harry Truman, exigió la rendición del gobierno japonés el 26 de julio, pero el rechazo recibido desató su cólera y el mundo se precipitó hacia el abismo. Llegado el 6 de agosto, el averno abrasó la ciudad de Hiroshima, cuando el avión Enola Gay soltó la bomba Little Boy, cargada con uranio 235 y el enclave quedó derruido en instantes.
Tres días después, como si el infernal ataque no hubiese sido suficiente, el bombardero B-29 Bockstar arrojó la Fat Man, compuesta de Plutonio-239, sobre la oriental Nagasaki. La muerte y la devastación se apoderaron de esta pacífica ciudad portuaria y de su hermana previamente embestida, marcando para siempre la memoria de sus sobrevivientes hibakushas y de quienes les sucedieron.
El trauma colectivo de Hiroshima y Nagasaki abrió una herida que aún pervive y horroriza. Los monumentos y parques alegóricos que rememoran aquellos terribles acontecimientos evidencian hasta dónde puede llegar la monstruosidad de los hombres cuando el odio y la ambición mancillan sus mentes y corazones.
Hoy, Hiroshima y Nagasaki se erigen como ciudades emblema, pero las cicatrices del ayer siguen latiendo bajo sus superficies. Y aunque el infierno de aquellas jornadas dejó una indeleble estela de devastación en la conciencia universal, representa una dolorosa lección para las generaciones presentes y futuras, pues la paz no puede ser tomada a la ligera y la memoria de estas urbes niponas debe perdurar como un llamado de alerta en nuestra lucha por un mundo más unido, justo y pacífico.