Fidel Castro y la absolución de un alegato rebelde

El 16 de octubre de 1953, ante la severa mirada del fuero militar y la ominosa sombra de la dictadura de Fulgencio Batista, la mayor de las Antillas vivenció uno de sus más gloriosos episodios, cuando el joven abogado Fidel Castro Ruz, cual insurgente y resonante voz de un pueblo injustamente silenciado, transformó una pequeña sala del Hospital Civil Saturnino Lora en foro de mayúscula acusación.
Lo que comenzó como un proceso judicial por el asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes el 26 de julio previo, concluyó con la entrega de un documento político sin precedentes que, bajo el título de La historia me absolverá, se consolidó como génesis político-ideológica de la Revolución cubana.
Su magistral estrategia radicó en la inversión de roles: de acusado se convirtió en tribuno y, con una pulcra retórica y una argumentación histórica incisiva, Fidel no solo asumió la autoría del audaz manifiesto, sino que demostró que el verdadero crimen a juzgar era el golpe de Estado de 1952 y la ilegitimidad del régimen batistiano.
La alocución funcionó como un inventario demoledor de la miseria social y la ruptura constitucional, justificando la insurrección como un derecho inalienable frente a la tiranía.
El aspecto crucial y trascendente del discurso fue su esquema programático. Fidel presentó los pilares para la refundación de la República, sintetizados en la promesa de aplicar leyes revolucionarias que atacarían de raíz los problemas de la tierra, la industrialización, la vivienda, el desempleo, la educación y la salud.
Estos puntos, devenidos directrices ideológicas de la Revolución que triunfaría seis años después, otorgaron a la gesta rebelde un contenido redentor y una promesa de futuro tangible para las masas campesinas y obreras de Cuba.
Para reforzar la legitimidad histórica de su causa, Fidel invocó la tradición independentista cubana. Con gran solemnidad se declaró adepto cimero del Apóstol José Martí, cuyo centenario se conmemoraba ese año. Ese estratégico gesto enlazó la hazaña moncadista, bajo la tutela intelectual del Maestro, con la epopeya de 1895 en una filiación simbólica que sentó las bases del bregar rebelde y lo elevó a la categoría de brújula moral y contienda patriótica necesaria.
Pese a la censura dictatorial, el impacto de sus palabras fue formidable. El alegato fue secretamente transcrito e impreso, circulando como un poderoso manual de concienciación y propaganda que galvanizó a la oposición y captó nuevos simpatizantes. La frase final, «Condenadme, no importa. La historia me absolverá» se convirtió en el grito de guerra y el sello de la fe inquebrantable del líder en la victoria final, infundiendo un espíritu de lucha indomable en el pueblo al que juró salvaguardar.
A siete décadas de aquella jornada el sempiterno alegato más que un hito judicial, pervive como crónica fundacional de la Cuba contemporánea y testimonio de la intrepidez de aquel joven jurista que logró sintetizar en sus páginas el clamor popular y la vocación de soberanía e independencia de una Isla renuente al yugo neocolonial.
Frente al mudo jurado del tiempo, el invicto adalid escribió el prólogo de la Revolución y, como él anticipó, no fue el tribunal quien lo absolvió, sino la historia misma, que lo inscribió en el panteón de los grandes pensadores del siglo XX.