La ceiba, corazón de sombra y memoria
En el centro de la isla, donde la tierra respira con ritmo propio y los días se estiran como cuentos al sol, hay un árbol que no es solo árbol. Es altar, es testigo, es refugio. Es la ceiba.
Para los cubanos, la ceiba no es cualquier tronco con hojas. Es el árbol de los orígenes, el que no se corta, el que se respeta. En el sincretismo religioso, es sagrada. Representa la conexión entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
En la Regla de Ocha, se le asocia con los orishas mayores, y muchos rituales comienzan bajo su sombra, donde se entierran ofrendas, se hacen rogaciones, y se pide permiso para hablar con los ancestros.
Aunque su madera no es la más resistente, se ha usado para hacer canoas, figuras rituales, y en algunos casos, como base para altares. Pero más allá de lo físico, su valor es espiritual. Nadie se atreve a cortarla sin consecuencias. Se dice que quien lo hace, carga con una maldición. Porque la ceiba no se toca sin respeto. Es árbol de ley.
Y si usted camina por el parque Jaime López, en el corazón de su barrio, verá una arboleda de ceibas que parecen guardianas del tiempo. Sus raíces se hunden como dedos en la historia, y sus ramas se abren como brazos para abrazar a todos.
Allí, los vecinos se sientan en bancos improvisados, conversan, juegan dominó, o simplemente dejan que el calor se disuelva en la sombra.
Los niños corren entre los troncos, inventando mundos, y las parejas se esconden entre los pliegues de la tarde para besarse sin prisa. La ceiba los cubre a todos, sin distinción, como una abuela silenciosa que ha visto todo y aún sonríe.
La ceiba no es solo árbol. Es memoria viva. Es altar sin paredes. Es el corazón vegetal de una Cuba que respira entre lo sagrado y lo cotidiano. Y en cada parque, en cada esquina donde una ceiba se alza, hay un pedazo de eternidad esperando ser tocado.
