Halloween con sabor cubano
 
        Cada 31 de octubre, las calles del mundo se llenan de calabazas, disfraces y dulces. Halloween, esa fiesta de origen celta que cruzó el Atlántico con los colonos anglosajones, ha terminado por instalarse en muchos rincones del planeta. Y Cuba, por supuesto, no ha sido la excepción. En los últimos años, hemos visto cómo niños y jóvenes se disfrazan de vampiros, zombis y brujas, pidiendo caramelos en edificios del Vedado o en barrios de Santiago. Algunos lo celebran con entusiasmo, otros lo miran con recelo. Y la pregunta que flota es legítima: ¿estamos perdiendo nuestras raíces?
Pero detengámonos un momento. El problema no es celebrar Halloween. El problema es celebrarlo sin conciencia. Porque el coloniaje cultural no siempre llega con cañones ni tratados: a veces llega envuelto en papel brillante, con forma de calabaza y sabor a chocolate importado. Y si no estamos atentos, terminamos repitiendo símbolos que no nos pertenecen, vaciando nuestras propias tradiciones para llenar moldes ajenos.
Sin embargo, Cuba no es tierra fácil de colonizar espiritualmente. Aquí, donde conviven el sincretismo afrocubano, las leyendas del monte, los rezos de abuela y los cuentos de aparecidos, tenemos un arsenal cultural que puede dialogar con cualquier tradición… y transformarla. ¿Por qué no hacer de Halloween una fiesta con identidad cubana? ¿Por qué no disfrazarnos también de la Madre de Agua, del Güije, de la Luz de Yara o del mismísimo espectro de Cecilia Valdés? ¿Por qué no contar nuestras leyendas, nuestras historias de miedo, nuestras supersticiones campesinas?
Si vamos a celebrar Halloween, que sea con tambor batá, con décimas de espanto, con calabazas rellenas de congrí. Que los niños pidan dulces, sí, pero también escuchen cuentos de nuestros abuelos. Que la máscara no tape la memoria.
Porque la cultura no se defiende con prohibiciones, sino con creatividad. No se trata de cerrar la puerta a lo foráneo, sino de abrirla con criterio, con sabor, con cubanía. De convertir lo ajeno en propio, como hicimos con el son, con el bolero, con el jazz. De hacer de cada fiesta una oportunidad para reafirmar quiénes somos.
Así que este 31 de octubre, si ves a un niño disfrazado, no lo regañes. Pregúntale si conoce al espíritu del cafetal, al alma en pena del ingenio, al babalawo que espanta los males. Y si no lo sabe, cuéntaselo tú. Porque ahí, en ese gesto, empieza la verdadera resistencia cultural.

 
                         
                 
                