Esdrújula a la que se teme mencionar…
Diáspora, historias (I)
Muy temprano conocí lo que era la emigración. Un día vi llegar a mi abuela a la casa llorosa, devastada. Venía cansada, traía los hombros caídos y arrastraba los pies. Así era de pesado el dolor que cargaba. Había despedido a su hermana, las hijas y los nietos de esta en el aeropuerto habanero. No sé si esperaba volver a verla algún día…, pero lo cierto fue que nunca más la vio.
Dicho así, se piensa en un caso más de los que, desafortunadamente, ha afrontado durante años la familia cubana. Pero si a eso se le suma el hecho de haber sido dos hermanas inseparables que crecieron en un pueblito de campo en los primeros años de 1900, entonces el hecho adquiere otro matiz. No sé por qué razón los campesinos, moradores de bateyes, comunidades y pueblitos tienen un corazón puro, lleno de amor, para los que la familia es sagrada.
Se tumbó en un sillón, sin hablar, sin decir ni una palabra. Se le agolparon de un tirón las imágenes de su niñez y sus hermanos en Jovellanos, en aquella quinta de madera desde donde se veía pasar el tren y al fondo, después de la línea, la edificación de madera de la Gravi. Se vio en el inmenso patio de tierra comer las “frutas más sabrosas” que probó en su vida.
Y volvió a contar lo de siempre, que sus hermanos tenían los dos los ojos verdes, pero ella había sacado los “tos tenemos” de Don Ángel, su padre. Que sus hermanos se quedaron con el nombre con el que ella los llamó desde pequeña: “Lito”, de Angelito, y “Pocha”, de Ana Rosa. Que su hermana era alta, muy blanca, tiposa…, pero a ella, la preferida de su padre, tal vez porque se le parecía en todo, él le puso “Pecas”, se imaginan por qué, y “mi mono”.
Entonces vinieron a su mente los zapatos de “Feíta”; el OK Gómez Plata; la sortija que le regaló mi abuelo, que le llevaba un tongonal de años, para que se casara con él; su primo Rogelio Lemus, “Colores”, porque era rojo “como el azafrán”; la bodega de Zorita y Santa Cruz, apelativo que llevaba porque había sobrevivido al ras de mar de Santa Cruz del Sur el 9 de noviembre de 1932…
Vio como en una película su vida en Jovellanos, aquel pueblecito del centro matancero adonde llegó un día con su madre y sus hermanos, cuando su padre los dejó para irse a Camagüey. Había nacido y vivido hasta entonces en Cárdenas, pero no tenía imágenes de allí. Ni siquiera recordaba dónde quedaba su casa.
No quería olvidar lo vivido con sus hermanos. Era un frío enero de 1964. Hacía 22 años “Lito”, con solo cuatro décadas de vida, había dejado el mundo terrenal porque el corazón no le cabía en el pecho. Ahora despedía a “Pocha”, sin saber, sin siquiera imaginar, que tampoco la vería más.
¿Qué parte de su vida quedaba mutilada ahora? ¿Adónde acudir cuando necesitara apoyo? ¿A quién contar sus avatares? ¿Cómo pasaría agosto? Cumpleaños de sus hermanos y de ella misma. ¿Y las visitas a Monserrate con la familia de La Habana…? A partir de ahí todo cambió.
En cuanto a mí, perdía a la única familia que verdaderamente conocía, la de mi abuela y mi madre. Se acabaron en aquel inicio de año los viajes de fines de semana a La Habana, a casa de mi tía “Pocha” o a casa de mi madrina. No tuve más vacaciones en la capital, ni fui más al Círculo Social Obrero Patricio Lumumba a bañarme en la playa.
Así conocí lo que era la emigración, la diáspora… Palabras que encierran el dolor más inimaginable del mundo. Yo era una niña que se asomaba a la adolescencia, con once años de edad.
Solo hoy, después de seis décadas, es que me doy cuenta de lo que deben haber sufrido aquellas abuelas, las mejores del mundo, al verse ir a su hija y a su hermana. Tal vez porque la historia se repite.
Hay que tener mucho valor para dejar atrás el olor de la resaca del mar; esas palabras que, aunque repetidas, son las más requeridas; los abrazos, entrañables; las historias que se cuentan una y otra vez junto con quienes se vivieron; las fechas que ya no se celebrarán; las piedras gastadas de tu calle por tanto transitarla; el amparo de los que han vivido toda la vida contigo, compartiendo pesares, avances, enterrando contigo a los muertos…
Hay que tener mucho valor para montarse en un avión, con el pecho apretado, con miedo de mirar hacia atrás. Mi pequeña Patria, mi Cuba chiquita, está en una casa donde faltan muchísimas cosas, hasta las más elementales, donde los nietos a veces piden lo que no les puedes dar, en la que la mayoría de las veces “arañamos la tierra” para sobrevivir, pero donde somos felices porque estamos juntos.
La diáspora, la emigración, se siente cuando se trunca una parte de la familia; cuando el teléfono dejó de sonar porque los amigos ya no están; cuando hay lugares a los que nunca volverás; cuando te borras a la fuerza las fechas que año tras año acostumbrabas celebrar….
Eso es la diáspora. Una palabra demasiado fina para lo que significa. Esdrújula a la que se teme mencionar…