1 de octubre de 2025

Radio 26 – Matanzas, Cuba

Emisora provincial de Matanzas, Cuba, La Radio de tu Corazón

La epopeya de Paquito

En cada pionero que estudia su vida, en cada niño que pregunta por su nombre, renace la promesa de una Cuba que se construye desde la ternura, la firmeza y la memoria

En la bruma de una Habana convulsa, donde la pólvora y la esperanza se cruzaban en cada esquina, un niño de trece años caminaba con la frente en alto y un cartel entre las manos. Decía “Abajo el imperialismo” y lo sostenía como quien sostiene el porvenir. Era el 29 de septiembre de 1933 y ese niño —Francisco González Cueto, «Paquito» para los suyos— estaba a punto de transformarse en leyenda.

Su asesinato, a manos de los esbirros del régimen, no fue un accidente ni una tragedia aislada: fue el acto consciente de quien había decidido vivir como revolucionario, aunque apenas comenzaba a entender el mundo. A 92 años de aquel suceso, su figura sigue latiendo en la memoria colectiva como exponente de la infancia que supo rebelarse.

Había nacido en 1919 en el capitalino barrio de Pueblo Nuevo, en el seno de una familia obrera marcada por la dignidad, más allá de la precariedad. Su madre, Flora Cueto, cigarrera y zapatera, criaba sola a seis hijos con una entereza que se convirtió en escuela de vida.

Desde pequeño, el menor de sus retoños mostró una sensibilidad fuera de lo común: leía con avidez, ayudaba a sus compañeros, cuidaba animales y bailaba el son con manifiesto goce. Y su entorno familiar, frecuentado por simpatizantes del movimiento revolucionario, influenció positivamente en su formación ideológica.

En 1933, Cuba vivía una efervescencia política tras la caída de Gerardo Machado. La llegada de las cenizas de Julio Antonio Mella, asesinado en México, devino acto de reafirmación revolucionaria. Paquito, miembro activo de la Liga de los Pioneros, se ofreció para rendirle guardia de honor. Su madre, temerosa, intentó detenerlo. Pero él, con la firmeza que solo otorga la convicción, respondió: “Mella ha muerto por la Revolución y mi deber es ir, aunque me maten.” No era una frase aprendida; era la expresión de una ética que lo trascendía. Su decisión lo llevó, horas después, a enfrentar la muerte con la misma serenidad con que había enfrentado la vida.

La escena final fue tan dolorosa como luminosa. Se escabulló del resguardo que le habían ofrecido sus compañeros y se apostó frente al local de la Liga de Pioneros, cartel en mano, mirada firme. Allí, frente a los ojos impasibles y la represiva embestida del poder, abrazó la inmortalidad y se convirtió en mártir. Tenía trece años. Desde entonces, su nombre dejó de ser el de un niño para ser recordado como estandarte de la infancia rebelde y símbolo de la conciencia que no espera la adultez para manifestarse.

La trascendencia de Paquito no se mide solo en homenajes —aunque hoy su nombre adorna escuelas, hospitales y palacios de pioneros— sino en la pedagogía que su ejemplo irradia. Fidel Castro, al inaugurar el Palacio de Pioneros que lleva su nombre, lo definió como fundador y líder, reconociendo en él el sueño anticipado de una infancia organizada, feliz y comprometida. Paquito no fue un héroe circunstancial: fue un sujeto histórico que, desde su corta edad, entendió que la revolución no era una consigna, sino una forma de vida.

Su historia nos obliga a mirar la infancia no como etapa de espera, sino como territorio fértil de conciencia y acción. En cada pionero que estudia su vida, en cada niño que pregunta por su nombre, renace la promesa de una Cuba que se construye desde la ternura, la firmeza y la memoria. Paquito no murió: se multiplicó. Y en ese gesto nos enseñó que la Revolución también se escribe con creyones, con libretas limpias y con besos a mamá antes de salir a luchar.

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