17 de junio de 2025

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Máximo Gómez Báez: El Generalísimo de dos patrias

Hoy, a más de un siglo de su partida, pervive en la memoria de sus admiradores y estudiosos más acérrimos su imagen y, más aún, su impronta como el extranjero que no pidió nada y lo dio todo, el hombre de armas que peleó sin odio, y el soldado de dos patrias que supo escribir con su espada la historia de la libertad.

Cuando la historia de una nación convoca a héroes más allá de sus fronteras, suele revelar la valía de su causa. La mayor de las Antillas, en su largo y cruento bregar libertario, encontró en un hijo de Baní —al sur de la República Dominicana— a uno de sus más firmes baluartes, lúcido estratega y ardoroso patriota de su tiempo.

Nacido el 18 de noviembre de 1836, Máximo Gómez Báez dejó atrás su terruño para abrazar con fervor un anhelo que no era el suya por cuna, pero sí por convicción. Su nombre, desde entonces, quedaría indisolublemente ligado a la epopeya mambisa cubana y a la forja de un país que, a fuerza de machete y dignidad, buscaba alzarse del yugo colonial.

Veterano de las luchas dominicanas contra la dominación haitiana y española, se integró a las huestes insurrectas apenas cuatro días tras el alzamiento en La Demajagua y aportó al mambisado una doctrina guerrillera que posicionó a la emblemática y temida carga al machete como símbolo de la osadía y el espíritu insumiso del pueblo cubano.

Durante la Guerra de los Diez Años, su nombre se hizo habitual en los partes de victoria que llegaban desde sitios como La Indiana, Tiguabo, Sagua de Tánamo o Monte Líbano. Pero más allá de la contienda, su genio táctico y su pensamiento visionario lo hicieron consciente de la necesidad de independizarse no solo del dominio hispano, sino también de los vicios del caudillismo, el racismo y la dependencia externa.

El punto de inflexión de su vida ocurrió en 1884, cuando, desde el exilio, conoció a José Martí en Nueva York. De esa histórica alianza surgiría el Manifiesto de Montecristi —firmado el 25 de marzo de 1895—, un documento fundacional en el que convergían la ética del Apóstol y la pericia militar de Gómez para delinear las metas de la nueva cruzada emancipadora sobre la base de la libertad, la justicia y la soberanía.

Encabezó junto a Antonio Maceo la memorable Invasión a Occidente, obra maestra de la logística insurrecta, donde pese a la superioridad numérica y material del ejército español, condujo con total magistralidad al flanco insurgente desde Baraguá hasta Mantua. Campañas como la Circular, la de Las Villas y el llamado Lazo de la Invasión pusieron en jaque al dominio peninsular y consolidaron su fama como uno de los más brillantes comandantes del siglo XIX americano.

Tras el cese de las hostilidades, fue llamado a integrar la Asamblea del Cerro, órgano que fungía como Gobierno Provisional, pero los desencuentros políticos y la pugna por el poder terminaron por marginarlo. Su figura, sin embargo, no menguó frente a las intrigas ni los reveses, su autoridad moral permaneció incólume ante el pueblo que le veneraba y ante la creciente indignación, la estructura gubernamental acabó colapsando.

El Generalísimo, ya enfermo, se retiró a la Quinta de los Molinos en La Habana, donde falleció el 17 de junio de 1905. Hoy, a más de un siglo de su partida, pervive en la memoria de sus admiradores y estudiosos más acérrimos su imagen y, más aún, su impronta como el extranjero que no pidió nada y lo dio todo, el hombre de armas que peleó sin odio, y el soldado de dos patrias que supo escribir con su espada la historia de la libertad.

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