Desde por la mañana hay una algarabía inusual en la plaza. Cuando cae la noche la Vigía se ve iluminada por decenas de luces de gas que descubren la causa de la celebración. En el centro de la Plaza de la Vigía aparece majestuoso el teatro Esteban, tan reclamado por los lugareños. Volantas y carruajes dejan su carga humana en los portales del coliseo. Es 6 de abril de 1863. Matanzas abre los brazos para recibir amorosa uno de los baluartes de su identidad.
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Amo este lugar, forma parte de mi vida. Entre sus paredes están encerrados los recuerdos de tres generaciones familiares: los de mi madre, los míos propios y los de mi hijo. Sauto siempre fue el primer lugar del mundo adonde quise ir.
Llegó a mí por los cuentos novelescos de mi mamá. Había correteado y escudriñado cada rincón con una amiga que vivía con su familia en el propio edificio. Hacía cuentos de ríos subterráneos y espíritus benignos que habitaban el lugar; de fiestas y bailes, cuando la platea subía al nivel del escenario. Todo eso prendió vertiginosamente en la fantasiosa imaginación de una niña.
Tengo recuerdos imborrables del amado coliseo. La primera vez que traspasé sus puertas fue a una tanda dominical de cine. Entonces no me sorprendió mucho. Pero en 1962, sin haber cumplido los diez años, me llevaron a ver el conjunto de cantos y danzas Mazowsze. Estuve tan deslumbrada toda la velada por el lugar, que no recuerdo casi nada de la función.
Si cierro los ojos, pasan por delante de mí como cuadros de un filme imágenes inolvidables, en muchas de las cuales está la figura imborrable de Alicia Alonso: en los ensayos de Un retablo para Romeo y Julieta, en los últimos años de la década del 60; en su inigualable Gisselle, en 1976… Y de ese modo, en ballets completos o en fragmentos de otros tantos, así, hasta verla sentada al lado del palco de la prensa, vestida con un túnico color obispo, cuando ya sus pies habían dejado de danzar, presta a recibir un homenaje.
Y corren como estampas vívidas el Lírico y sus zarzuelas; Silvio con la Sinfónica; el Réquiem de Mozart, con la Sinfónica matancera, el Coro Profesional de Matanzas y el del Gran Teatro de La Habana y solistas, bajo la batuta de Elena Herrera y José Antonio Méndez; la Aragón; decenas y decenas de puestas teatrales; conciertos de Frank Fernández; ballets de diversos lugares del mundo…, en fin, años y noches, muchas noches, sentada en el mismo lugar.
Pero lo mejor han sido esos recorridos por pasillos, escaleras escondidas, “messaninis” inesperados y el pararme frente a puertas que jamás he traspasado. Entonces mi imaginación se desbordaba.
Muchas veces, cuando ya el público se había marchado después de algún espectáculo y quedaba rezagada en función del trabajo, miraba a uno y otro lado al pasar por alguna puerta, desandar un pasillo o bajar escaleras. No puedo dejar de decir que es sobrecogedor, pero no por eso menos adorable.
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¿Cuántas veces habré andado por estos mismos lugares? Y siempre con el mismo sentimiento, mezcla de exaltación, complacencia y paz, mucha paz. Hace años que no hago esto. Hace años que no subo y bajo escaleras, descubro pasillos escondidos y trato de empujar puertas, llenas tal vez de figuras y rastros fantasmales.
Cargo con tanta nostalgia acumulada durante años de puertas cerradas; arañas y cocuyeras apagadas; palcos, grillés y butacas vacíos; silencio y extrañamiento donde una vez reinaron aplausos y ovaciones.
No he venido sola. Casi nunca he venido sola. Para la mayoría de los jóvenes universitarios que me acompañan esta es su primera vez aquí. En unas tres horas han pasado de un estado a otro: curiosidad, misterio, sorpresa, avidez…, pasión. El mismo apasionamiento de un marinero cuando avista tierra, la misma exaltación. Están maravillados. Sé que en cada uno de sus jóvenes corazones quedará para siempre este viejo y amado amasijo de madera que nos hace el honor con el nombre de Sauto.
Cuando se menciona a Matanzas, el caminante y hasta los citadinos siempre piensan en Milanés –y su alma que aún vaga por la ciudad-; en la botica que en 1882 Triolet y Figueroa abrieran en la segunda Plaza de Armas; y en Sauto. Ellos son el emblema del matancero: la languidez y melancolía del bardo; la fortaleza y firmeza de una farmacia francesa que se resiste a los embates del tiempo; y la doble cruz de arte que identifica la palma de la mano de los matanceros de ley.
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Es primavera otra vez. En el centro de la plaza hay, nuevamente, un ajetreo inusual. El silencio ocupa todos los espacios del viejo teatro, aunque por momentos se escucha algún martillo tratando de doblegar a la madera. El olor a humedad es ahora más fuerte después de tanto tiempo sin abrirse sus puertas, pero ahora se confunde con el de la pintura recién dada. Poco a poco, día tras día, se va pareciendo a aquel de 1863. Hasta la platea sube al nivel del escenario.
Hoy he vuelto a descubrirlo. Sauto tendrá eternamente rincones desconocidos que revelar. Vuelve a ser aquel primer lugar del mundo adonde quise ir. Espero, con ansias, que el 2017 no se despida sin verlo todo iluminado, sonando campanas para iniciar la función, retornando a lo que siempre fue: el viejo guardián de la ciudad, ícono indiscutible de la matanceridad.
(Fotos: Abel López Montes de Oca)