Ignacio Agramonte y el glorioso abrazo de la inmortalidad

El 11 de mayo de 1873, los campos de Cuba presenciaron uno de las episodios más dolorosos de su historia. En pleno fragor de la Guerra de los Diez Años, una bala segó la vida del Mayor General Ignacio Agramonte y Loynaz, uno de los más notables líderes del efervescente movimiento independentista antillano.
Ocurrió en el potrero de Jimaguayú, al suroeste de su natal Puerto Príncipe, cuando intentaba socavar la caballería de una poderosa columna española.
La astucia del enemigo, la diferencia numérica entre las fuerzas y la espesura del terreno conspiraron contra el coloso camagüeyano, quien fue sorprendido en sus apenas 32 años en pleno acto de combate. Agramonte no solo fue un brillante militar, sino también un jurista de formación rigurosa.
Nacido el 23 de diciembre de 1840 en el seno de una familia ilustrada, se educó en La Habana y Barcelona y fue en la casa de altos estudios capitalina, donde se graduó en Derecho Civil y Canónico.
Su carrera como abogado y juez de paz parecía prometerle una vida acomodada, pero el estallido libertario de 1868 le auguró otro destino. Desde el alzamiento de Las Clavellinas hasta su firme postura en la Reunión de Minas, Agramonte dejó claro que su compromiso con la causa patria era absoluto e inquebrantable: la libertad de Cuba debía ganarse, sin dudas, a fuerza de machete y de fuego.
En abril de 1869, durante la Asamblea Constituyente de Guáimaro, redactó junto a Antonio Zambrana la primera Constitución de la República en Armas. Fue elegido secretario de la Cámara de Representantes, aunque no tardó en renunciar para abrazar de lleno la lucha armada.
En el campo de batalla, su genio táctico y su arrojo se revelaron en acciones como Ceja de Altagracia, La Llanada y Sabana Nueva, magnificando su legendario bregar insurgente entre sus contemporáneos y legando a la posteridad una imperecedera huella en la historia militar de la nación.
El combate de Minas de Juan Rodríguez, en enero de 1870, marcó otro hito bajo su mando, infligiendo más de 200 bajas al enemigo. Pero ese año también trajo duras pruebas personales. Las tropas españolas capturaron a su esposa Amalia Simoni y al hijo de ambos, Ernesto, justo en el primer cumpleaños del pequeño.
La dignidad de Amalia, quien rechazó escribir a su esposo para pedirle la rendición, fue un testimonio del temple de quienes acompañaron a los patriotas no solo en el monte, sino también en el alma.
La hazaña que más refulge en su historial es el audaz rescate del brigadier Julio Sanguily, el 8 de octubre de 1871. Con poco más de una treintena de jinetes, Agramonte enfrentó a un enemigo tres veces superior en número.
La operación fue un éxito rotundo que salvó al segundo jefe del Ejército Libertador de caer en manos españolas y demostró la superioridad de la caballería camagüeyana, a la que el Mayor elevó a niveles hercúleos. Hasta el día de su caída, Agramonte encabezó con admirable denuedo un sinfín de contiendas a lo largo de la geografía camagüeyana.
Aunque efímera la existencia del beato “diamante con alma de beso”, su entereza ejemplar persiste como llama viva en el corazón de un pueblo que, con honda gratitud, le venera.
Su vida no fue solo un memorable capítulo de nuestra historia: fue un credo de coraje y decoro que nos convoca, aún hoy, a no claudicar jamás ante la injusticia, y a defender la libertad con la misma pasión ardiente con que él, hasta su último aliento, la profesó.