En Cuba, Matanzas es la Ciudad de los Puentes, enlazada al pasado, a sí misma, y al mundo por las discretas leves alturas sobre los barrancos o los ríos con tal profusión que es imaginada ella misma elevada, alzada, recordada, inspirada como uno de esos accesos pensados para no bojear un despeñadero, para llegar en un vuelo a la otra orilla sin hacer una travesía obligada en frágiles embarcaciones, para alcanzar el otro lado siempre -a pesar de temporales, crecidas y desbordamientos-, para que las vías ferroviarias de hierro y ácana se abrieran paso hasta los embarcaderos y luego lo hicieran también el fragor de las locomotoras y el obediente traqueteo de los vagones, con el deseo de hacer camino a los buses y los automóviles, o simplemente para unir callejuelas o un vecindario con otro.

Las armazones al vuelo sobre los ríos Yumurí, San Juan, Canímar, Buey Vaca y otros cauces, constituyen viejas y nuevas pasarelas que recuerdan el alma de la ciudad, sus amores, sus infortunios, tantas vidas vividas, y hasta su poética especial y entrañable, tanto que se menciona Matanzas y puede imaginársele como urdimbre de tejados y muros en levitación maravillosa, reconocida en versos, crónicas deslumbrantes y maravillas arquitectónicas en otras latitudes selváticas o urbanísticas.

Siempre que anduve por ellos, con la vista fija en los techos y las barcas de los pescadores, recordé a José Martí, que describió la inauguración del puente de Brooklyn con la elocuencia pertinaz y contundente de las cifras. Unos acordes tarareaba el pensamiento: aquella canción que enamora a una limeña “del puente a la Alameda”.

Evocaba a los transeúntes sobre el Támesis en Londres, y al poeta Fayad Jamís en sus contemporáneos poemas del libro Los puentes donde un hombre es el primero en un nuevo día, caminando por una ciudad que es también la de Rimbaud: “¡Cielos grises de cristal! Un extraño dibujo de puentes, estos rectos, aquellos arqueados, otros descendiendo o sesgando en ángulos sobre los primeros; y esas figuras renovándose en los otros circuitos alumbrados del canal, pero todos de tal modo largos y ligeros que las orillas, cargadas de domos, se abaten y empequeñecen. Algunos de esos puentes están todavía cargados de escombros. Otros sostienen mástiles, señales, frágiles parapetos…”.

Pero, sobre todo, meditaba la historia del nombre del Puente de La Concordia (hoy José Lacret Morlot) en la misma Matanzas. El paso fue inaugurado por el capitán general Arsenio Martínez Campos, quien, en exceso entusiasmado con el Pacto del Zanjón e iluso, le nombró de ese modo, y constató después, ya derrotado, cuán imposible era la concordia sin independencia y cuán insurrecta seguiría siendo, por siempre, la Isla de Cuba.

  • Escrito por Katiuska Blanco/ Crónica originalmente publicada en el diario Juventud Rebelde, 2004