¿Qué hago con Manuel…?

Debo aclarar antes de empezar a escribir estas líneas que ser amiga o amigo de Manuel es un privilegio. Esclarezco que voy a hablar de Manuel Hernández Valdés, el caricaturista, el ceramista, el pintor, el guajiro del Valle de Guamacaro, donde nació el 2 de enero de 1943 con una caña de pescar en las manos.
Presentado el personaje tengo que decir que, además de la amistad que nos une hace unas cuantas décadas, he tenido que lidiar con él, profesionalmente, unas tantas veces. Usted dirá: ¿lidiar…? Es que con Manuel hay que “andar con pinzas”: no preguntarle boberías y tener paciencia para escucharle y para “atrapar”, por así decirlo, toda esa inteligencia que se desborda cuando le das por la vena del gusto.
Durante mucho tiempo, cada año, me mandaban a entrevistarlo por sus premios, que llegaban seguidos unos de otros.
Tenga en cuenta que es el único matancero, y uno de los pocos cubanos, que ha ganado tres Premios Nacionales: el de Periodismo José Martí, en el 2001; el del Humor, en el 2006; y el de Artes Plásticas, que acaba de recibir.
Súmele a ello, la Medalla Pablo Picasso otorgada por el Consejo Mundial de la UNESCO y figurar, en 1975, entre los cien mejores caricaturistas del mundo. Con esto sería ya más que suficiente, aunque en su larga carrera ha obtenido otros que no voy a mencionar.

El caso es que en el lejano 1976 tuve la primera encomienda: había obtenido un Premio Abela, uno más, y para su casa me mandaron. No llevaba ni un año de graduada y era, verdaderamente, más aprendiz de periodista que ahora.
Cuando le expliqué el motivo de mi visita, me dijo tranquilamente:
-¡Ah!, ¿tú vienes por los bobos…? Yo tengo unos cuantos.
Aludía al dibujo de Eduardo Abela, cuyo premio es el máximo galardón que otorgan las bienales de humorismo gráfico convocadas por el Círculo de Humoristas e Historietistas de la Unión de Periodistas de Cuba y el Museo del Humor de San Antonio de los Baños.
Aquella pregunta suya me dejó estancada. No sabía cómo hacerle la entrevista que llevaba en la agenda. Manuel tiene esa capacidad envidiable de verlo todo con sentido del humor y su sencillez, rayana en la humildad, le resta importancia a los méritos por los que otros se darían golpes de pecho.
De todos modos, salí airosa de aquella encomienda y publiqué mi primera entrevista con él, con el título: Manuel habla de… y una caricatura suya, de él mismo, completaba el titular.
Y como dije anteriormente, cada año me las tenía que ver con él. Así comenzamos una amistad que aún perdura a pesar de los años transcurridos.
En el verano de 1986 a Manuel, al “Cele” (1) y a mí nos otorgaron un carro. En aquellos años al “Cele” y a mí nos daban 200 litros de gasolina en el periódico. Nunca supimos cuánta tenía asignada Manuel que, a diferencia nuestra, trabajaba en Juventud Rebelde, un diario nacional con grandes tiradas.
Lo cierto es que Manuel, que viajaba semanalmente de aquí a La Habana y viceversa, todo el tiempo lo hacía con la gasolina del “Cele” y la mía. Manuel es ajeno a todo lo que tenga que ver con papeleo y, por supuesto, no había hecho los trámites para la entrega del combustible y, además, como los tres vivíamos cerca, nos tenía a mano.
Los lunes, muy temprano en la mañana, cuando tocaban a la puerta de casa, mi abuela, simpáticamente, me decía: – Ahí está el chiquitico que pide gasolina.
Créanme, lo de este amigo mío no tiene nombre. Lo que sucede es que todo lo hace con una ingenuidad asombrosa, como si fuera lo más natural del mundo.
Un día me llama porque se le había vencido la licencia de conducción. El jefe de Tránsito por aquel tiempo cumplía al pie de la letra su función, como debía ser, y Manuel, con esa presencia de personaje desvalido y tímido que tiene (hasta que abre la boca y articula la primera palabra, entonces uno se da cuenta de lo brillante que es), temía enfrentarse al personaje y pedirle, por favor, ayuda.
No hay quien se niegue a apoyar a alguien como él: noble, desinteresado, desprovisto de vanidad y ambiciones. De más está decir que accedí a acompañarlo para tratar de ver si encontrábamos a alguien que se compadeciera de su despiste.
Cuando llegó a recogerme en su Fiat polaco, el único asiento que existía en el carrito era el del chofer. Cuando le pregunté dónde me sentaba, me señaló una lata de galletas colocada a su lado. Y muy campante me dijo: -Te traje este asiento para ti… Como si fuera un cómodo cheslón.
El colofón de todo fue cuando quiso llevarme a un lugar en agradecimiento a lo que había escrito año tras año sobre él y por la ayuda que le había brindado. Créanme que me entusiasmé.
Partimos con Sarita, su esposa, y Waldo y Wanda, sus hijos. ¡Qué ilusa yo! ¡Como si no lo conociera! Me llevó al lugar más amado por él, a su Valle de Guamacaro, a pescar (recuerden que les dije que Manuel nació con una caña de pescar en las manos), en lo que quedaba del río Moreto: un charquito de poca agua donde después de varias horas, salimos sin nada en el jamo.
Él me había llevado a compartir con su familia, una familia maravillosa que siempre lo ha seguido, lo que para él era, junto con el dominó, sus dos placeres divinos. Lo que sí nunca supo fue que, además de no saber algo de pesca, no tenía algo que ver con ella, no me atraía y me daba fatiga. Al final disfruté la estancia porque Sarita y los niños, pequeños aún en ese entonces, se confabularon para que yo, a ojos vista sorprendida, no la pasara del todo mal.
Le debo a Manuel dos caricaturas publicadas en la última página del semanario Yurmurí, primera publicación cultural de un periódico de provincia, nacido en 1976 y desaparecido, desafortunadamente, en el lejano 1993.
La primera tenía que ver con mi confusión con los hijos del “Cele”, a quienes yo creía que eran sus nietos. Y la segunda aparecía una mujer tapando un auto, aludiendo a mi obsesión por resguardar el carro del sereno, que se guardaba en aquel entonces en el parqueo que separa los Hogares de Ancianos y de Niños Impedidos de Matanzas.
He escrito estas líneas para que les sirva de guía a quienes pretenden entrevistar a Manuel o andar con él. Da igual. Reitero que cualquiera de las dos cosas es verdaderamente un privilegio si usted se carga de paciencia, se esfuerza por llegar a su altura intelectual y toma las cosas con calma. Si no, entonces, como yo, se preguntará continuamente: ¿Qué hago con Manuel…?
(1) Celestino García Franco, periodista del periódico Girón
